Alguna vez, alguien nos invitó a jugar. La pregunta es conocida, la escuchamos muchas veces en el patio de una escuela, en la esquina de casa; una sola palabra, dicha de prisa, con ansias, a veces ya corriendo sin tiempo para perder: ¿jugás?
Muchos juegos terminaron apenas un rato más tarde, cuando alguien se enojó y dijo: "no juego más" y se alejó ofendido, para retornar al día siguiente sin recores.
Amistades y romances terminaron por un juego mal jugado, o uno con reglas confusas.
Pero hoy se me ocurrió que hay una posibilidad más: hay juegos a los que nunca le pusimos un punto final.
Lamentablemente tengo una gran habilidad para desvariar, y ocupar tiempo que podría utilizar en cosas más productivas, pensando en, bueno, este tipo de cosas, pero hoy al menos sé en que momento comenzó mi desvarío: fue por algo que vi y oí de mañana temprano, en el tren.
Cerca de mí, una pareja organizaba el resto de su día. En esta actitud normal, (con un tono algo elevado de voz para mi gusto), había algo extra, que fue lo que me hizo analizar el tema de los juegos: él, durante todo el trayecto, la trató a ella como a una nena.
Entre otras cosas, le dijo que mirara a los dos lados de la calle al cruzar, le repitió veinte veces como llegar al lugar a donde ella iba, le preguntó si tenía frío, calor...
Sorprendentemente, ella seguía el juego muy complacida: le decía "sí, papi" (y besos, besos, besos).
Ella le acomodaba la corbata, él la abrazaba (besos,besos,besos).
Y todo el tiempo él en su actitud de papi y ella en su actitud de nena (supongo que cada tanto ella se transforma en una nena mala y disfrutarán aún más de su jugueteo). A esa hora de la mañana, aún con sueño, todo el vagón parecía entre divertido y fastidiado. Era evidente que esos dos deseaban que compartiéramos su amor.
Me encantan los juegos y creo que cada uno puede jugar a lo que quiera, en donde quiera, con quien quiera. Los juegos pueden ser agresivos, tontos, peligrosos, divertidos. Personas adultas y responsables pueden hacer lo que deseen, desde agarrarse a latigazos, hasta disfrazarse de mono y banana y ser felices, que contarían (de necesitarlo), con todo mi apoyo. Pero, la finalidad del juego ¿no es entre otras cosas, cortar un poco con la realidad diaria? ¿no debe ser un recreo, aún más disfrutable por no ser parte de la rutina? ¿No pierde su valor al extenderlo a toda hora, a transformarlo en un disfraz que utilizamos veinticuatro horas diarias?
El o ella no deben recordar en que momento uno le propuso al otro jugar: tácito o no, ese momento existe. Desbordados por la novedad, continuaron jugando. Con miedo de perder esos momentos, olvidaron que un punto no siempre es un punto final, al contrario, le da lógica a la frase y permite que retomemos la idea con más firmeza, con más calma.
Necesitamos las bocanadas de aire para recuperar el aliento.
¿ Alguno de los dos dirá alguna vez el lapidario "no juego más"?
¿O se reconciliarán compartiendo unos sugus?