
Quizá olvidaba poner los signos de pregunta, pero todo el tiempo miraba a su alrededor, buscando respuestas.
A veces encontraba algunas, llenas de polvo en un rincón de la casa. Eran respuestas viejas, que por alguna razón ella no había usado, creyéndolas erróneas o inútiles, a pesar de ser ciertas. Convenía entonces lavarlas bien, y luego tenderlas al sol, para airearlas y dejarlas que respiren al viento. Esto es posible con las respuestas dóciles, esas que se dejan acariciar y alzar, y que incluso se duermen un rato en nuestra falda. No todas son así.
Una vez, barriendo bajo la cama, ella encontró una respuesta dormida, enroscada como un gatito suave. Quien sabe cuanto tiempo habría estado allí (todos sabemos que hasta los más prolijos olvidan barrer seguido bajo la cama). Con suavidad intentó despertarla. Primero la respuesta se quejó, con un dulce y lastimero bostezo, pero luego intentó morderla y finalmente saltó por la ventana. Ella tuvo que perseguirla, frente a los vecinos que boquiabiertos la vieron pasar corriendo, con la escoba, que en el apuro olvidó soltar. Unos minutos más tarde, aún con su escoba y con la respuesta ya bien sujeta de la mano, regresó y saludó como si nada extraño pasara. Los vecinos devolvieron el saludo con su desaprobación habitual, y la miraron de reojo mientras entraba a su casa.
Sin embargo, a ella no le gustaba pensarse como una coleccionista de respuestas. A veces, a las recién halladas, las guardaba en los libros, que para su gusto, no deben estar acomodados impecables en una señorial biblioteca. Deben estar ajados de tan leídos. Así le gustaban las respuestas también: ajadas, gastadas de tanto girarlas, retorcerlas, limpiarlas, ensuciarlas...
Todo para que esa búsqueda, todos esos hallazgos, la empujaran a seguir buscando, sin deseo de acopio, sino para aumentar las ganas de saber qué otra respuesta, puede esconderse bajo nuestra cama.