
Ambos podían olerse. La fiera y el cazador se observaron, entre las ramas del bosque, esperando el momento justo.
La fiera había robado ganado del pueblo cercano. Tenía hambre. Sus crías tenían hambre. Antes, había otros animales para comer; pero el pueblo crecía y acaparaba el territorio de caza, y las presas, y el ganado, con un hambre voraz que el exceso de comida al que se entregaba no alcanzaba a disminuir. Cuánto más comía, más hambre tenía. La fiera no lo entendía. Alguna vez había intentado pensar en ello, en las mesas siempre llenas de comidas, en la injusticia de su vagar con la panza vacía, pero el hambre sincera no le permitió pensar demasiado. Había olvidado, de hecho, que podía pensar, reduciéndose toda su vida, cada día de su vida, a desear la comida y a conseguirla.
Atacó al fácil ganado una y otra vez y los hombres del pueblo se indignaron y temieron. Unos pocos propusieron devolverle a la fiera territorio de caza, pero la mayoría se enfureció. Si le daban algo, pronto reclamaría más. Ellos, que sí tenían la panza llena, no querían pensar demasiado. La existencia misma de la fiera los llenaba de temor, porque había muchas fieras con hambre. Ellos sabían que les habían quitado la comida de la boca y una fiera con hambre era peligrosa.
Llamaron entonces al mejor cazador y le pidieron que la matara. Señalaron a los niños y a las mujeres y dijeron que la fiera los amenazaba. Les era más fácil mandar a matar diciendo que la víctima (que no querían ver como víctima) era diferente, que merecía morir, que era culpable, cruel, sucia y maloliente y que era cuestión de tiempo que los matara a ellos. Al cazador las excusas no le importaban, porque sabía que eran mentira y de todos modos, él mataba a quién le dijeran, mientras le pagaran, pero aceptó oírlas, porque entendió que las excusas eran dichas para el pueblo mismo y formaba parte de su rol de cazador el fingir creer esas mentiras.
El pueblo esperó ansioso el regreso del cazador. Al ordenar esa muerte acorralaban a la fiera y si no moría, su guerra se volvería aún más salvaje ya que sabría que no había vía de escape. La fiera solo podía matar para no morir.
El cazador jamás volvió.
Ahora todas las sombras escondían a la fiera doblemente traicionada.
Jamás volverían a dormir tranquilos.