Muchas veces, no hay que ser adivino para conocer el futuro. Simplemente la vida se desliza hacia un punto en particular y no puede detenerse. La mujer lo sabe. Ella, sin embargo, juega. Aún juega. Dice: puedo detener el tiempo. E inmediatamente las hojas de los árboles del bosque parecen ignorar la brisa y quedan inmóviles, y los pájaros detienen su aletear en el cielo, y el gato negro que salvó cuando alguien (temiéndole a la mala suerte) arrojó al río, se queda estático, mirándola con sus enormes ojos amarillos.
La cabaña de la mujer es cálida, solitaria, y limpia, en medio del bosque, junto al camino que se dirige al pueblo que decidió que ella era una bruja.
La mujer acaricia la cabeza del gato inmóvil y canta sin razón para hacerlo.
Una amiga, en secreto, le avisó esa tarde que debía escapar, que en las calles sucias del pueblo se organizaba su muerte. Eso era ridículo, pensó ella. Los había curado con las hierbas que recolectaba en el bosque, había ayudado a parir a las mujeres, ¿por qué la odiarían? No le hacía mal a nadie, al contrario.
Días atrás había discutido con el sacerdote, que le preguntó de donde sacaba tantos conocimientos, que él mismo no tenía. Ella había señalado al bosque y había hablado de su madre y de su abuela. Había hablado de libros ajados y había dicho que el bosque era en sí mismo un libro abierto. Pero esa explicación no había convencido al hombre, que había dicho que los libros guardaban solo mentiras y que una mujer con conocimientos era doblemente pecaminosa. Finalmente se había alejado murmurando oraciones para protegerse del diablo.
La mujer decide entonces soltar el tiempo, que había aferrado con su magia, y vio que ya había llegado la noche.
Entre los árboles, como estrellas caídas, el fuego de las teas del pueblo acercándose, iluminaba el bosque.
Pintura: Mujer de blanco en el bosque, Vincent Van Gogh (1882)