Ella llegó sola, y se instaló en la vieja casa, que repentinamente, después de tantos años abandonada, tuvo sus ventanas abiertas y música suave sonando.
Ella era extraña: al menos para el estilo de vida del pueblo. Todos suponían que en las grandes ciudades grises habría mujeres viviendo solas, tocando el piano dulcemente a solas y saliendo a pasear solas al atardecer. No allí. No de ese modo. Doña Inés, la panadera, que había quedado viuda, vivía sola, pero en la misma cuadra vivía su hija, yerno y nietos. Doña Carmen también vivía sola, en las afueras del pueblo, recordó alguien cuando discutían el tema en la esquina de la plaza, pero... mejor no hablar de ella dijeron las otras mujeres, algo ofuscadas y evitando mirar a los pocos hombres ahí presentes que fingieron indiferencia.
La recién llegada no buscaba charla en el almacén, ni aminoraba el paso cuando alguna de las vecinas intentaba alcanzarla en la calle durante los paseos que daba. Ni las tácticas disimuladas de los más discretos, ni los saludos a los gritos de los más osados, conseguían romper la barrera que ella ponía frente a la curiosidad de los demás. Respondía los saludos, con un gesto mínimo, un leve cabeceo, una sonrisa transparente, un apurar de sus pasos. Hacía falta tener ganas de ser saludado para sentir que eso había sucedido. Eran saludos que venían desde muy lejos, como si ella, ahí nomás, a unos pasos, realmente estuviera a kilómetros de distancia.
La entiendo a la perfección.
ResponderBorrarCompletamente.
Besos.
Eligió mal el barrio, pobre de esos vecinos!!! ¿cómo se enterarán ahora sobre absolutamente todo??? Suerte que cuando se habla y cdo no siempre hay creativos...
ResponderBorrarMe encantó!
Buen finde!
hay q dar tiempo no ??
ResponderBorrarLa soledad en su apogeo pero decidido.
ResponderBorrarCuántas hay así.
Me dejas pensando.
Besos.
No hay mejor soledad que la deseada, ni peor que la temida.
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