foto de Maddie leigh
Durante días, la gente del pueblo esperó el tren. Nunca se había atrasado tanto. Parados en la humilde estación, miraron a la derecha, luego a la izquierda, las solitarias vías, conjeturaron accidentes, hablaron de reorganización de la línea (que hacía bastante falta, opinaba la mayoría). Los de humor más negro hicieron chistes diciendo que eran el último pueblo habitado del mundo después de una epidemia (las mujeres mayores se enojaron, porque no hay que andar tentando al diablo con esas bromas). Los de peor carácter le gritaron al encargado de la estación (cuyas tareas consistían en vender los boletos y barrer el andén, pero que hacía meses reclamaba la reparación del único teléfono que lo comunicaba con otras estaciones). Otros se quejaron al cielo mismo, con grandes ademanes y luego comenzaron a escribir una carta a las autoridades del municipio, la provincia y el país, que sería archivada junto al centenar de cartas con diferentes quejas que jamás se enviarían. Por último, todos decidieron enviar a alguien al pueblo vecino, que sí tenía un teléfono que funcionaba, para ver si ellos sabían que había pasado con el tren.
Carlos y Pablo, se ofrecieron para emprender el corto viaje, caminando por las vías muertas (después de un par de días sin que pasara ningún tren, el pueblo ya comenzó a llamarlas de ese modo). Llevaban galletas que doña Franca les horneó, agua y muchas recomendaciones. Don Tito caminó un kilómetro con ellos rogándoles que averiguaran sobre las mercaderías que debían llegar para su almacén en el maldito tren desaparecido.
No era un viaje largo y ese día primaveral era un placer hacerlo. No querían retrasarse, pero era imposible ignorar los frutales de los costados de las vías, la sombra de los árboles para tomar una siesta después de almorzar, la belleza del paisaje, que era el de siempre, pero que parecía más notable, solo porque no podían detenerse más que unos minutos robados a la importante misión de descubrir que había pasado con el tren.
Pero antes de llegar al pueblo vecino, vieron un tren en la distancia. Había sido solo un retraso, un poco más largo que lo habitual. Ya no había tarea que cumplir. Debían regresar. Pero no deseaban hacerlo.
Entonces, siguieron caminando, al costado de las vías, que no eran vías muertas, tuvieron divertidas aventuras, conocieron a dos hermosas muchachas, se casaron, tuvieron muchos hijitos y fueron muy felices.
Pues si, a quien no le gustan los finales... felices?
ResponderBorrarJuasss! Me esperaba un final mas siniestro reconozco. Me encantó!
ResponderBorrarSaludos!
no sé porque pero bien podría llamarse paranoia!
ResponderBorrarun beso anábasis
No hay que forzar los finales, tal vez únicamente esperar. que ellos sólos se presenten.
ResponderBorrarEra un buen cuento. Pienso que deberías seguirlo hasta encontrar un desenlace más natural. UN abrazo!
ResponderBorrar"Despues... durante días, la gente del pueblo esperó el tren..." Para mi... pasa que a mi me gustan los finales "tristes"...
ResponderBorrarBeso
Supongo que no tengo que aclarar que este no es un final feliz: es un final en broma. Usé este cuento inconcluso para reirme un poquito de los supuestos finales felices.
ResponderBorrarPrometo encontrarle un final más respetable pronto!
Besos y gracias a todos.
Es un excelente argumento, si el en tren no va a pasar más y contás toda la vida en el pueblo incomunicado, tenés una novela.
ResponderBorrarBesos.
Mariela: Que buena idea, jaja. Si la publico, va con dedicatoria. Besos.
ResponderBorrarYo pensando lo peor pero me encontré con un final feliz.
ResponderBorrarAbrazos preciosa.