El sabio observaba el mundo desde su torre. Rodeado de libros, consideraba a los hombres unos salvajes (como si esos libros que amaba hubieran aparecido mágicamente y no hubieran sido escritos por los hombres, y los conocimientos que tanto apreciaba no hubieran sido acumulados por generaciones de hombres).
A través de una ventana, casi escondido por miedo a que los salvajes lo vieran, observaba las aberraciones y cada tanto gritaba sentencias grandiosas, que, obviamente, los salvajes no entendían, pero que buscaban demostrar que él sí sabía, y que él conocía el destino del mundo condenado por los errores de los hombres.
Muy pocas veces salía de su refugio. La última vez que salió (temblaba al recordarlo) se cruzó con un hombre extrañamente pequeño, que al verlo, intentó seguirlo, le habló con un idioma rudimentario, y, de repente, hizo una extraña pirueta, y comenzó a gritar desaforadamente, actuando, una vez más, sin sentido.
Lo que el sabio no supo, porque desde la falsa altura con la que creía analizar los actos de los hombres había perdido toda perspectiva y toda sabiduría, es que mientras él huía, una mujer corrió a levantar al hijo, que se había caído y lloraba porque se había lastimado la rodilla.
Moraleja: aléjate de los niños, o de los sabios, o de los refugios para sabios.
ResponderBorrarUn besote
Gracias Oscar! Por lo pronto me mantendré alejada de los sabios. Si los niños son tan bonitos como el bebé de tu avatar me va a resultar muy difícil. Besos.
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