Lo esperó en el café. Lo esperó aunque él no sabía que ella lo esperaba. Esperó, con la paciencia agobiada del que tiene demasiado tiempo libre y lo sabe.
La oficina de Jorge estaba en el cuarto piso de un elegante edificio. Un portero barría con gesto cansino la vereda. El otoño se empeñaba en arrastrar hojas secas. Desde enfrente, sentada cerca de la puerta, para poder salir corriendo si era necesario (¿para qué? ¿para qué? se preguntaba su sentido común sin lograr despertarla), Marisa observaba.
Durante un momento, ella sintió vergüenza. Instintivamente sabía que a los quince años, hubiera sentido vergüenza de lo que estaba haciendo.
Como un decadente detective, vigilaba a su marido. Tomó dos sorbos del café, demasiado frío. Era ridículo que ahora que ya lo estaba terminando, notara que de tan abstraída, había olvidado ponerle azúcar. Lo había bebido amargo, sin sentir el sabor. Amargo, como sus dudas. Amargo, como sus decisiones.
Las cinco de la tarde. Unas mujeres pasaron con sus hijos recién salidos del colegio, obstruyendo su visión del edificio de enfrente. Marisa cabeceó intentando no perder ni un detalle de esa puerta vidriada.
Un grupo de personas salió y caminó hacia la esquina, al estacionamiento. Ninguno era Jorge. Inclusive reconoció a dos de los compañeros de su marido. Se tapó apenas el rostro, pero no la vieron. Había ensayado un par de excusas: un trámite que la había traído cerca, su celular sin señal, podía esconder detrás de alguna máscara digna sus celos y su infantil acción.
Jorge salió al fin. Jugueteaba con las llaves del auto. Una mujer iba a su lado. Llevaba el uniforme de la empresa. Era alta y delgada. Caminaron unos pasos juntos, sin rozarse. Marisa cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos vio que Jorge alzaba el brazo, llamando a un taxi. El taxi se detuvo. Se dieron un breve beso en la mejilla. Ella subió al taxi y él sin mirar atrás, desapareció en el estacionamiento.
Marisa llamó al mozo y pidió otro café.
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