Todo comienza bien. La idea me encanta. Es redonda, brillante y me apasiona pensar en ella. Comienzo a escribir. Los personajes se paran frente a mí y son mis amigos. No se meten el dedo en la nariz y, aparentemente, son buena gente. Van hacia donde les digo y no contestan de mal modo ni de mala gana.
Los días pasan. En el negocio los proveedores traen mal los pedidos. El clima quizás no ayuda. Se vencen las facturas de luz, gas y teléfono. Mi hija de quince años es hermosa, pero tiene quince años. Yo tengo para refugiarme en mis palabras, cuando puedo. Los mitos y las historias personales de mis personajes comienzan a complicarse. Dos de ellos se llevan muy mal. Hay un romance que no había planeado entre otros dos. Los siento en el living y les hablo. Preparo café. A uno le cae mal y me pide un tesito. El perro de mi vecino no deja de ladrar.
Los organizo un poco. Parece que la historia continúa. Me empantano en un problema verbal, o de adjetivos. Uno de los personajes no recuerda su letra. Otro quiere cambiar de nacionalidad. Mi hermana se conecta al chat con noticias de mi sobrino de dos meses de edad.
La paciencia no es una de mis virtudes con respecto a la literatura. Si estoy escribiendo en el blog, posteo una foto de mi gato. De otro modo, borro varios capítulos o rompo furiosa el cuaderno.
En algún lado leí que para dejar de escribir un libro, hay que editarlo. Debe ser verdad.
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