viernes

Cuento: "El miedo"

Cuando se secó la mejilla con el dorso de la mano, él se sorprendió al verlo enrojecido por la sangre. Durante unos momentos, la acción pareció detenerse, mientras ese líquido que manaba de una herida que no sentía, goteaba lentamente por la muñeca sucia.
Pero no había tiempo para admirar la belleza secreta que esconden nuestras venas, (roja, brillante, cálida... El soldado pensó que los sabios decían que era el líquido vital, pero el verla así, en su mano, le recordaba a la muerte) la batalla continuaba a su alrededor, y muerto un enemigo, otro se acercaba, tan asustado como él, y como él, aferrándose a un valor conseguido a los gritos, conseguido con una fingida crueldad, que buscaba aterrar a los otros, para que se retiraran, para poder detenerse, y lamerse las heridas, como aquel gato en la granja de su padre.
Una vez, el soldado había ido al teatro. Las máscaras y las voces le habían dado risa al principio. Una máscara de sangre cubría su propio rostro, y mientras golpeaba con su espada a un enemigo pensó que él actuaba muy bien su rol, y que los dioses admiraban esa obra. El rey había encomendado a su dios predilecto el día, y la victoria al padre de los dioses. Los sacrificios habían sido aceptados y el vidente había augurado la victoria. Todo era correcto, los deseos del rey, el augur del vidente, y su máscara de sangre: una obra perfectamente actuada, para grandeza del rey y de los dioses.
Estaba débil, y mareado. Las órdenes del general llegaron apagadas a sus oídos. Los tambores sonaron. El soldado trastabilló con un cuerpo y cayó. Era uno de los suyos, un hoplita que moría con lágrimas en las mejillas. Los cascos de un caballo pasaron demasiado cerca de su cabeza. Durante un instante cerró los ojos, agotado, apoyado en el hombro del moribundo. Se decía que había soldados cobardes que se escondían bajo los cuerpos, esperando que la batalla pasara. El soldado se levantó, aferrándose a su escudo con la estrella dorada en el frente. Atacó al azar, gritando con furia, avergonzado de ese segundo de debilidad. Uno de "ellos" (los salvajes enemigos) respondió con furia a su ataque. Se trenzaron durante un largo rato, iguales en fuerza, en cansancio, en habilidad. Ambos peleaban por un rey, y no tenían verdaderas razones para odiarse. Alguien le había dicho al macedonio que los persas eran bárbaros salvajes. Alguien le había dicho al persa exactamente lo mismo de los griegos.
Los dos preferirían estar en sus casas. Los dos no culpaban a nadie por estar asesinándose junto a un río que era devorado por un mar incomprensible. Los dos extrañaban a sus familias. El macedonio cayó y el persa alzó su espalda. Un compañero(un ateniense, de esos que apenas le dirigían las miradas, obligados a seguir al jefe de la Liga) lo asesinó por la espalda. Hubo apenas un gesto entre los dos. El macedonio iba a decir gracias, pero no había tiempo para la cortesía. Había perdido su ubicación. No encontraba su fila. Una voz gritó "reúnanse, reúnanse" un aullido en la maraña de sonidos metálicos y cascos y relinchos y gritos de dolor.
El soldado buscó algo que lo guiara con la mirada. Escuchó el sonido del agua. Otro soldado corrió cerca suyo. "El rey está muerto" gritó, y su voz temblaba. El soldado cayó de rodillas. El miedo pareció subir por sus sandalias, ir creciendo, como una enredadera, envolviéndolo con sus ramas hasta ahogarlo. Volvió a secarse las mejillas, confundido. Esta vez sí era sudor, y lágrimas. Se dejó caer sobre la tierra fangosa del margen del río. Esperó, un instante, la espada persa que se clavaría indiferente en su pecho, rematándolo. No volvería a su casa. No vería a su madre. Su padre no le contaría esas historias que recordaba de memoria, historias de héroes de antaño, sentados en el tranquilo campo, vigilando a las cabras. Al despedirlo, años atrás, él le había rogado que recordara cada detalle de la gesta del hijo del gran Filippo, rey al que había idolatrado, para que se lo contara a su regreso. Era un deseo real, pero también era una forma de obligar al regreso. El debía volver a contar las vivencias del tiempo que habían estado separados. El no podría contárselas. Quizás le quedaría a su padre la emoción de recibir la noticia de la muerte de su hijo, en la misma batalla en donde moría el rey.
La caballería tomó el campo de batalla. Entre sangre y lágrimas, el soldado vió al caballo del rey, y al jinete, con el casco con el penacho. Los soldados debían buscarlo con la mirada cuando perdieran sus estandartes. El soldado, a pesar de la situación, se echó a reír. Un milagro más del joven dios. Se esforzó para ponerse de pie. Los caballos cruzaron el río, haciendo huir al enemigo.